Llegó ese momento de abandonar el nido. Asustado frente al abismo de un sitio desconocido, nueva gente, la licenciatura; intenté seguir los consejos de mi abuela: “allá donde fueres, haz lo que vieres. Así que, allí me planté, en una residencia universitaria con 300 estudiantes más de mi edad y con mi modo de actuación, el aprendido durante toda mi infancia y adolescencia en Montánchez, un pueblo del sur de Cáceres, de ni 2000 habitantes en la actualidad.
Hasta entonces, había sido un chico popular y conocido, influenciado por la forma de pensar rural: el qué dirán, intentar agradar a todo el mundo… en definitiva, y en muchas ocasiones, vivir en un escaparate público donde mostrar mi vida ejemplar de modelo perfecto, comedido y mareado de intentar bailar al gusto de todos.
Claro que, todo aquello, cambió al mudarme a una ciudad fuera de nuestra región. Allí, comenzaba de cero, nadie me conocía. De nada servían todos mis antecedentes, de sobra conocidos en el pueblo. Era un individuo totalmente anónimo.
Lo primero a lo que tuve que enfrentarme fue a cómo iba a desarrollar mi “nueva” vida y rodeado de quién: amistades, compañeros de clase… y mucho más importante, cómo iba a compatibilizar el estudio, vivir en otro lugar, conociendo a nuevas personas, sin el desarraigo de los míos. Recuerdo mi primer desencuentro con otro chaval de mi edad.
Ni él era del todo de mi agrado, ni yo le caía bien, pero ¿cómo era posible?, yo siempre había hecho un esfuerzo vital en llevarme bien con todo el mundo, ser agradable… cómo iba a gestionar ese conflicto solo, lejos de casa y con tan solo 18 años (recién cumplidos). Qué pensaría mi abuela si se entera de que alguien está hablando mal de mí (sin una causa aparente, simplemente porque mi forma de ser no es compatible con la suya).
No pasó mucho tiempo tampoco para ser criticado por mis paisanos por no ir al pueblo con la frecuencia deseada y haberles «abandonado». Aquella situación supuso un punto de inflexión importante. Con el tiempo, fui descubriendo que hay amistades de la infancia que no importa el tiempo que pase ni lo lejos que estés, van a permanecer a tu lado pase lo que pase, y que muchos otros conocidos del pueblo, que en cierta medida son impuestos porque es una cuadrilla cerrada, en la que somos diez chavales y no hay más opciones, son exactamente eso: conocidos.
Cuando te revelas frente a toda esa “hipocresía, cierras tu círculo de amistades drásticamente y eres muy criticado por ello, pero disfrutas de la libertad de poder elegir en quién confías. No es que me enemiste con nadie, simplemente, optimizo el tiempo que tengo para compartirlo con personas más cercanas, que por desgracia, cuando empiezas a trabajar y te vas a vivir a otra ciudad, siempre que vuelves a casa es con un reloj de arena, apenas con tiempo de disfrutar de todo el mundo que quisiera.

Pero este descubrimiento tan revelador que te hace libre, pronto se vuelve en tu contra. Todo ese rechazo a una vida modificada por terceras personas se puede transformar en una soledad en medio de la multitud. Cuando acabé la carrera y vine a Madrid a trabajar, una ciudad con miles de personas, el anonimato se acentúo aún más.
Vivo inmerso en un ritmo frenético en el que paso, totalmente, desapercibido. La gente no me saluda, nadie me pregunta qué tal la familia o si ya me he echao” pareja. Corría el riesgo de impregnarme de ese trato impersonal y del egoísmo generalizado, de este castellano perfectamente” pronunciado y los ataques a nuestras licencias lingüísticas.
Todo fue cuestión de probar. Mantuve el acento de mi tierra y el apelativo “prenda” por bandera (como no podía ser de otra manera: verde, blanca y negra). Al momento, la gente me confunde con andaluz, pero cuando preguntan y les aclaro que soy extremeño, la reacción es bastante unánime: “BUENA GENTE.
Cuando vas por la calle y alguien estornuda y gritas (sí, nuestro tono de voz es alto) salud, la gente se gira sorprendida y responden gracias. Cuando alguien angustiado no para de quejarse por el estrés de la ciudad y le respondo con una sonrisa, es increíble cómo cambia el semblante y se tranquiliza.
Es muy triste comprobar la desconfianza que genera ser agradable o ayudar desinteresadamente. Nos venden en los medios que todo tiene precio y que hacerlo “por amor al arte” es de tontos. Pues no estoy de acuerdo. Este tipo de recaos” o favores entre vecinos, sin nada a cambio, es mucho más tangible en los pueblos y, a pesar de los cuchicheos y el interés desorbitado por la privacidad, si sabes gestionar tu vida y relativizar lo que opinen de ti (personas que, insisto, sin tener ningún tipo de hostilidad, son menos rel ev an tes en la biografía de cada uno de nos otros), es un placer regresar y ser ese chico conocido al que le preguntan qué tal le va por ahí fuera.
Es un gustazo volver a Cáceres y ser atendido por nuestra gente: ese acento que suena a casa y ese trato amable, que dan ganas de pasar horas en cualquier establecimiento. No sé cuándo cerraré ese billete de vuelta que compré a los 18 años, lo que sí sé es que, allá por donde voy, llevo muy presentes y defiendo mi acento, mi gente y esos modales cercanos, tan nuestros, que tantas puertas me han abierto.